Barbajuán
Un ejemplo del tipo de becario CONACYT en los años setenta es alguien a quien apodé "Barbajuán". Era delgado, alto, con barba canosa y con un gran gusto por la comida ajena. Barbajuán (o Juan a secas) fue burócrata buena parte de su vida y seguramente que a algún jefe suyo se le ocurrió enviarlo al extranjero para deshacerse de él.
Salió pues de su nicho burocrático con la promesa de que entraría a Harvard. Empezó por California su largo periplo. Al parecer obtuvo allí una maestría, aunque nunca habló de ella. Yo lo conocí cuando ambos estudiábamos en la Boston University. Juán estudiaba, creo, economía. Pero en realidad se había trasladado a vivir a Cambridge, a un lado de Harvard, porque quería entrar a esa universidad.
En verdad no estudiaba economía: estudiaba la manera de cómo entrar a Harvard. Un conocido de ambos me narró que lo había acompañado a preguntar cómo iba su "caso". Cuando el administrador regresó, venía con un expediente de más de un centenar de hojas. Caso de lo más extraño puesto que cada expediente se reduce a la solicitud y dos o tres cartas de apoyo. En ese expediente (para ahora histórico) había cartas de recomendación de todos los individuos importantes que Juan había conocido.
Después de más de tres años de espera (si sumamos los de California y Boston) Juan por fin ingresó a Harvard. De inmediato cambió. Nos veía a muchos hacia abajo, salvo a quienes lo mantenían vivo a costas del refrigerador de su departamento. Se trataba de dos adinerados (uno de ellos, si no me equivoco, Abraham Zabludovsky) que no habían pedido apoyo del CONACYT, según se contaba, pero que siempre tenían la nevera llena.
Después de cierto momento Barbajuán (de allí su apodo) tocaba a la puerta de estos estudiantes y, casi sin saludar, se dirigía directamente al refrigerador. Tenía Juan un destartalado Mustang (de aquellos de cuatro cilindros y automáticos de los setenta) y se regresó en ese y con su flamante grado de maestría de Harvard a Ciudad de México. En total pasó al menos cinco años de becario, todo pagado por el CONACYT. Pero regresó con grado, al fin y al cabo. O al menos eso nos aseguró.
No volví a saber de él. Una noche, según regresaba de Nueva York, me lo encontré en el aeropuerto de Ciudad de México. Era otro. Vestido de manera elegante, ahora comandaba a un grupo de individuos que habían entrado al área de maletas y buscaban intépridamente algunas de ellas, al parecer marcadas. El comandante Juan les indicaba con el índice cuáles eran: "¡es aquélla de allá!, ¡recogéla!
Me reconoció en el acto y me habló sin dirigirme la vista: "¿ya terminaste el doctorado?" "¡No, que no es esa maleta, es la que está al lado!" Por supuesto que no había terminado. "Pues apúrate, ya llevas mucho tiempo dedicado a eso", me dijo, mientras ordenaba a alguien más que recogiera otra maleta. Pronto los subordinados las tenían todas a mano. Su comandante terminó su labor y nuestra conversación. "Acaba pronto", repitió y sospecho que me dio la mano. Desapareció entre la multitud sin mirar atrás, preguntándome que había sacado yo de ese malhadado encuentro.