El CONACYT y otras instituciones: recuerdos personales
Un día enmarcaré las muchas cartas de rechazo que me envió el CONACYT, cuando cursaba mis estudios de posgrado. Primero me denegó cuando solicité apoyo para estudiar sociología en Alemania. El área coincidía, pensé, con los intereses de mi país: meses antes, en las oficinas de CONACYT Ciudad de México, vi un póster de más de dos metros. El póster aseguraba: "México necesita sociólogos". Pues bien, me desairaron. Las razones las olvido; igual, no me becaron.
Cuando por diversas razones personales me mudé a Cambridge e ingresé a la Boston University, solicité nuevamente apoyo. Para mi mala suerte, después de llenar el formato, lo habían cambiado. Tenía que empezar de cero, me dijeron los burócratas que allí laboraban. Después de llenarlo, y de cumplir con los requisitos reglamentarios, me pidieron más cartas de recomendación. Los muy estúpidos ignoraban que en Estados Unidos no puede solicitársele más de una carta de recomendación a un profesor. Excepción hecha de los directores de tesis de doctorado. De todas formas cumplí y me abrumaron con más requisitos, sin otorgarme la beca.
Nada de lo ocurrido me hubiera impactado de extraño, si no conociera un caso que sí había funcionado. Una familia apellidada Ojeda Cárdenas y cuyos nombres todos empezaban con "c", había sido más afortunada. Cuatro de los cinco becarios (nunca conocí a la quinta) habían egresado de la Universidad de las Américas (Puebla). Quizá con dos excepciones, tres tenían grados parecidos o inferiores a los míos. Aunque todos hablaban excelente inglés, ninguno había cursado en la universidad, como yo dos años en la University of Windsor, Ontario.
Pero ellos sí estaban becados (una de los hermanos recibió beca para estudiar "pensamiento político" en Berlín, y posteriormente en Boston). ¿La razón? Su tía, Nancy Cárdenas –famosa dramaturga en México durante los setenta– tenía contactos: ella era íntima amiga de la secretaria personal de Edumundo Flores, director de CONACYT. Sin mayores méritos que los míos (de los cinco, me consta que solo una se recibió y se quedó a vivir en Estados Unidos), todos recibían su estipendio mensualmente.
Seguí insistiendo: recabé cartas de recomendación, llené nuevos formatos, me mantuve a la espera de noticias de CONACYT. Nada. Siempre me pedían más cosas e, invariablemente, me rechazaban. Las cosas cambiaron cuando me mudé a Columbia. Para el segundo año el departamento de sociología se comprometió a cubrir los gastos de mi colegiatura. Con una condición: debía mostrar que había solicitado apoyo de otra institución y, que esta, me había rechazado.
Escribí de inmediato al CONACYT. Expliqué que había cambiado de institución por tercerca vez en tres años. Les indiqué que Columbia, antes de eximirme de los costos de la colegiatura, necesitaba prueba de que otra institución había rechazado mi solicitud de apoyo. Por esta razón, expliqué, pedía que me enviaran "otra" de sus cartas.
Hasta recibir mi última carta en Nueva York, había notado cómo todas las que me llegaban decían "Sr. Servando Ortoll" y las firmaba un burócrata cuyo nombre iniciaba con un "Lic." Si yo estaba en posgrado, era evidente que era también "licenciado", pero no para los burócratas. Subrayo esto porque, a cambio de correo después de escribir desde Columbia, recibí una carta no doblada, con la cabeza de CONACYT resaltada y con un nuevo estatus. Había dejado atrás el de "Sr." y ahora era merecedor de un "C.". Es decir, ciudadano.
Siguió la conocida carta de rechazo pero, esta vez invitándome a que solicitara de nuevo la beca. Quién podría decirlo, igual la recibía. Ya no me interesaba su beca; eran demasiadas las trabas a las que me habían sometido para reiniciar con sus trámites. Un amigo que para entonces cursaba una maestría en Harvard, me invitó a una cena en Cambridge, en donde estarían todos los becarios de CONACYT de la región, junto con el el bis de CONACYT.
Fui. En medio de la cena y frente a todos, el bis me preguntó por qué no era becario de CONACYT. "Porque no les interesa la gente seria", respondí. Todos quedaron mudos. Ya no insistió, pero, tras la cena, se me acercó y me dio su tarjeta. "Mira", me dijo: "no me comprometo a nada, pero solicita de nuevo. Tienes buenas posibilidades".
Guardé su tarjeta y, por supuesto, nunca solicité de nuevo. En una ocasión, cuando narraba esta historia a un empleado del consulado en Nueva York, me dijo: "Y tú, ¿de qué te quejas? Obviamente no necesitas la beca. Si no, no estarías aquí". "Precisamente por eso me quejo", le contesté. "Si no tuviera el apoyo financiero de mi familia, no estaría en Columbia, cursando mi doctorado".
Como cuento, de los cuatro hermanos que me consta recibieron la beca del CONACYT: dos nunca acabaron la maestría (pese a que una de ellas estaba registrada en el doctorado); otro más, inscrito en el doctorado en economía de MIT nunca terminó, hasta donde sé, su grado. Era famoso por vestirse para jugar tenis con todos los implementos (raqueta, gorra, "uniforme", pelotas...) y solo dar vueltas interminables a la cancha. Nadie lo vio jugar nunca.
R era muy callado y le frustró que lo hubieran aceptado en MIT y no en Harvard (aunque fue auxiliar de un profesor allí). La última de las hermanas, escribió una tesis para un grado en psicología clínica sobre el machismo en las telenovelas mexicanas. Ahora podríamos devolver el estómago al escuchar el tema (por lo repetitivo) aunque en los setenta era original. Fue irónico que, de los cuatro hermanos (la quinta era prima) solo una se titulara y se quedara a trabajar en Estados Unidos. Esto, después de vivir en Cambridge de la beca CONACYT.
¿La moraleja? Que como en muchas otras instituciones mexicanas (o extranjeras en las que participan mexicanos) las becas y los apoyos son para los amigos. O para los amigos de los amigos. Frente a mí, a medidados de los setenta, Porfirio Muñoz Ledo ofreció a una sobrina suya una beca "para el país que quieras". Nos lo encontramos en la Secretaría de Relaciones Exteriores. Mi amigo Wolfgang Vogt, quien perteneció al menos en una ocasión en un jurado germano-mexicano que otorgaba becas a mexicanos, escuchó a un paisano nuestro decirle a otro: "oye, fulano de tal, ¡ya deja de mandar a tus novias a Alemania!"
A mí me sucedió algo parecido con la embajada de Canadá. El encargado de becas de la embajada –Pierre Sved– se comunicó en una ocasión conmigo para preguntarme si me interesaba pasar un año de becario en Canadá. Yo había vivido tres años en Ontario (los últimos dos los pasé en la universidad) y además había ganado dos becas cortas de la embajada canadiense, ya como profesor. Al inicio me resistí, pero Pierre insistió: tenía muchas posibilidades de ganar la beca. Le pregunté entonces qué tanta fuerza tenía la "parte mexicana" al momento de decidir. Me dijo que las propuestas se discutían en público y que por lo general, no tenían tanto peso. Por lo general.
Me decidí. Entré al concurso (sin amigos entre los mexicanos) y de Relaciones Exteriores me llegó una lista de lo que tenía que hacer: haber tomado el TOEFL recientementre. Les contesté que había pasado más de 14 años estudiando en países de habla inglesa. No bastaba. No sé cómo, pero logré pasar ese primer obstáculo. Luego me pidieron que fuera al consulado canadiense y notarizara mis grados. "Los de posgrado están en inglés", les dije. No bastaba. Fui al consulado (en aquel entonces las certificaciones eran caras) y mientras estampaba mis grados el cónsul me dijo que ya le habían dicho a CONACYT que no se necesitaba certificar grado alguno, que ese no era requisito del gobierno canadiense.
Pero eso, por supuesto, no importaba a los burócratas conacyteanos. El cónsul me cobró solo por uno de los cuatro documentos que llevé a certificar. Así los envié a Ciudad de México. Me llegaron luego más requisitos. Los cumplí. Luego más. El tiempo de cierre se acercaba y seguía recibiendo más y más cosas por hacer. Cuando por fin cumplí con todos los requisitos que me solicitaron y, a los pocos días del cierre de la convocatoria, recibí un telegrama: Relaciones Exteriores rechazaba mi solicitud. ¿La razón? ¡No había cumplido con todos los requisitos! El corrupto del encargado no me envió la lista completa de lo que requería y, conforme cumplía yo con los requisitos, me los fue enviando más lentamente.
Esto le expliqué a Pierre Sved (también que envié una carta a la Secretaría de Relaciones Exsteriores quejándome de su forma de proceder), cuando me llamó para preguntarme por qué no había solicitado, como quedamos, una beca al gobierno de Canadá. En otras palabras: quienes no entramos como contendientes éramos los que no conocíamos a nadie. Lo que ese año hicieron (no dudo que es práctica que repite la sección mexicana de estas y otras becas binacionales) fue incluir a concurso solo las solicitudes de sus amigos o parientes que sí habían cumplido con "todos" los requisitos. Así se aseguraban, los mexicanos, que ganaban las becas sus elegidos.
Conversé con otra persona de la embajada y pregunté por qué no se salía Canadá del convenio y otorgaba las becas por su cuenta. "No podemos", me respondió. "Si lo hiciéramos, el gobierno de su país recortaría las becas de nuestros estudiantes canadienses en México". Así era como estas instituciones mexicanas trabajaban. El CONACYT, me consta, hasta mediados de los ochenta; las comisiones binacionales hasta finales de los noventa.
Hace cuatro años Amnón, mi hijo menor, tras una licenciatura en química por la UNAM, solicitó admisión a varias universidades norteamericanas. Entró a Cornell, una universidad pequeña que pertenece al Ivy League, al igual que Yale, Harvard, Princeton y Columbia. Cornell le ofreció una beca de colegiatura y de manuntención. Por su cuenta (y contrario a mi opinión), Amnón indagó en CONACYT. Sí lo apoyarían, le indicaron. Pero: como ya era becario de Cornell, solo le depositarían 3,000 pesos mensuales. Además: cuando escribiera su tesis de doctorado, debía agradecer al CONACYT el apoyo que le había brindado y, por supuesto, regresar a México a laborar.
No necesito escribir sobre lo que él y sus padres pensaron de esta carta (que quizá también debería Amnón enmarcarla). Lo que sí digo es que va avanzando en su doctorado, que lo terminará y que, seguramente, no regresará en su vida a trabajar en México.