Sushi y psicoanálisis
La comida, señores, amén de mitigar las necesidades más primitivas del hombre, es el fundamento del encuentro. Sin alimentos qué compartir, la vida carece de sentido. En cuanto a la bebida... ¡Ah, señores! eso ya requiere de otra disertación.
"Conversaciones con mis médicos",
en P. Gutiérrez, "Circunloquios del sibarita mexicano"
I.
Siempre he sido un fanático del sushi: toda la vida. Exagero, se lo habrán imaginado, pero siento que el sushi ha sido parte de mi vida desde pequeño. Bueno... ¿me creerían si les digo que desde los 13 años? Esa es la única fecha que puedo vagamente documentar mi primer encuentro con la comida –más bien, la bebida– japonesa.
Ocurrió poco después que mi padre, quien viajó por placer y por negocios a Tokio, regresara cargado con varias botellas de sake. Debió ser 1966. Guardaba las botellas en la alacena, y recuerdo que al menos una vez me escurrí para degustarlo. El sake frío, si no está realmente frío, sabe terrible. El mejor es el caliente, casi hirviendo que sirven en los restaurantes; esto yo lo ignoraba entonces. Y como nunca me ha gustado tomar por el gusto de emborracharme, no volví a probar el líquido cristalino con etiqueta en símbolos (todavía lo son) indescifrables, abandonado en la alacena.
Acaso me equivoque, pero llegué a la comida japonesa a través de la china: la schezwan, que tantos sabores y colores tiene. Por esta comida aprendí a comer con palillos que, ignoro por qué, llamamos chinos. Mi destreza en su manejo viene desde mis años adolescentes, aunque rara vez presumo de ella. Puedo cortar trozos de cualquier tipo de alimento al abrir los palillos en vez de cerrarlos y, cuando voy a cualquier restaurante de comida oriental, rara vez pongo en ridículo a mis acompañantes. También como arroz con bastante naturalidad, con la ayuda de los palillos.
II.
A mediados de los setenta degusté con frecuencia la comida japonesa. Vivía entonces en Puebla y un restaurante en la zona rosa de la Ciudad de México tenía la fama de estar a nivel de cualquier restaurante de lujo, en Japón. Lo visité muchas veces. Me atraía entonces por lo exótico. Uno debe acercarse a la comida japonesa con demora: toma tiempo ajustarse a ella.
En 1976, cuando se abrió un gran restaurante japonés en Guadalajara, toda la ciudad se vertió para probar los platillos. El restaurante tenía –y todavía tiene– parrillas para freír, frente a los hambrientos comensales, todo tipo de platillos. Ese 1976, poco antes de la histórica devaluación de nuestro peso, llegaron con los dueños del Suéhiro muchos cocineros japoneses. Eran maestros en el uso de espectaculares cuchillos, que lanzaban al techo y atrapaban en plena caída con gran agilidad. Desde lontano también rebanaban queso y con destreza lanzaban trocitos de este alimento a las grandes parrillas, acumulando montecitos blancos sobre la plancha negra.
Vino la devaluación y con ella se fueron los cocineros japoneses. Muchos mexicanos los sustituyeron (también a las jóvenes japonesas que partieron al mismo tiempo y que vestían agraciados kimonos): después de la devaluación y para mostrar la importancia de la austeridad con la que debíamos vivir los patriotas mexicanos (los otros, avisados de antemano, habían sacado a tiempo sus ahorros del país) íbamos al mismo restaurante para con vergüenza observar que a los cocineros mexicanos se les caían los cuchillos en pleno vuelo, que no cocinaban tan bien como sus antecesores japoneses... Las jóvenes mexicanas que vestían kimono, guardaron la ligereza y el sigilo de las japonesas.
III.
En Nueva York di, en los años ochenta, con restaurantes japoneses que, tengo la certeza, competían en su calidad con cualquiera del mundo. El que más me gustaba (y estaba al alcance de mi bolsillo porque la buena comida japonesa es cara) era uno en las calles setenta, cercano a Broadway. Allí me topé en una ocasión con Simon (el de "Simon and Garfunkel") y con muchos otros artistas. La comida era extraordinariamente delicada. Recuerdo las ensaladas con verduras cortadas con finura extrema y salpicadas de aceite de oliva y semillas de ajonjolí. El sushi era fresquísimo.
El manejo japonés de los espacios hacía que cantidades de personas visitaran estos restaurantes y que con facilidad entraran en conversación con sus vecinos de mesas. En más de una ocasión vi cómo alguno conquistaba a alguien y entablaba las bases de lo que parecía una relación amorosa pasajera.
Para mí las "barras sushi" siempre han sido mis favoritas. Uno tiene a su propio chef al frente y es testigo de cómo confecciona los delicados manjares; uno a uno, según va pidiéndolos. Reconozco mi debilidad por el atún, el caviar, los makis, los camarones y el salmón ahumado. En Guadalajara, en el Suhéhiro, han inventado lo que quienes allí trabajan llaman "sushimilco": una especie de barcaza pequeñísima con un huevo de codorniz encima que sabe a gloria.
IV.
Hace años, cuando asistí a un congreso para historiadores en Atlanta, Georgia, tomé el fin de semana para ir de compras. En el centro comercial al que llegué, lo primero que vi fue un restaurante de sushi. Al término de mis adquisiciones, pero no de mi dinero, fui directo a la barra sushi.
Era un lugar pequeño, con muros blancos. Su barra formaba una U estrecha. Además del chef había dos parejas: dos mujeres frente a puerta y un hombre y una mujer al fondo sobre mi mano derecha. El hombre era barbudo y no se había quitado su gabardina; su acompañante era una mujer distinguida, de pelo arreglado y lacio.
Al entrar, las mujeres giraron en sus sillas y me miraron a los ojos. Me esperaban. Caminé sin dudar un instante y me senté a su lado. Pronto entablamos una conversación ligera. Yo traía un hambre feroz, pero no iba a ignorarlas.
Quien se encontraba a mi derecha, Mayra, me recitó una retahíla de problemas que tenía con su madre. "Detente", le dije, conocedor como soy de asuntos de esa naturaleza, al tiempo que alzaba mi mano derecha: "si tienes problemas tan severos con tu madre, debes ser judía".
Mayra se quedó de una pieza y con una gran risotada se volvió hacia su amiga de la derecha, quien resultó ser puertorriqueña. "¿Has escuchado esto? ¡Este tipo es genial! ¡Adivinó que soy judía!" Yo mantuve la compostura: me incliné hacia adelante y sonreí complaciente frente a la puertorriqueña.
"Soy psicoanalista", le dije, mirándome a las uñas y siguiendo lo que aprendí de un psiquiatra de Colima que conozco (se autonombra psicoanalista por sentirse afín a esa corriente analítica, sin jamás haberse sometido a ella o conocerla a fondo). Mentir en la barra del sushi sobre la profesión de uno no es tan vital como cuando se está frente a un paciente, pero esto se lo dejo a la conciencia de ese alguien, en Colima, se hace pasar por uno, sin tener el entrenamiento requerido. Y que además cobra por "psicoanalizar" a sus pacientes.
"¡Psicoanalista? Y, ¿dónde estudiaste psicoanálisis?" preguntó de inmediato Mayra, mientras que la chica puertorriqueña con ojos rasgados e intensos me miraba incrédula. Inclinada como estaba hacia adelante, dudaba sobre la sinceridad de cada una de mis palabras.
"Apenas puedo creer que vengamos a comer sushi y a nuestro lado se siente un psicoanalista", continuó Mayra quien, para mi alivio, no estaba interesada en conocer dónde había realizado mis estudios. "Conque así fue como descubriste que soy judía", continuó, sin que parara de reír.
V.
Justo en ese momento, con el rabillo del ojo, miré al fondo a mi derecha, donde terminaba la U de la barra. Allí estaba el hombre barbado y de gabardina mirándome con odio o reprobación. ¿O eran ambos? No supe si porque descubrió que yo era un psicoanalista impostor (como los hay muchos), o por lo que dije respecto a las judías, que debió sonar para él –buen intruso de nuestra conversación– como una declaración antisemita. Carecía del sentido del humor. Yo continué con mis pretensiones profesionales e ignoré su mirada reprobatoria.
Siguió por supuesto más información por parte de Mayra a la que yo contestaba con mi bagaje de consejos fundados en el más común de los sentidos y con más preguntas, basadas también en ese sentido. Ella se sentía feliz. Por fin, dijo, empezaba a ver con claridad lo que ocurría.
El problema era que su madre tenía una personalidad muy fuerte y no le permitía a ella, a Mayra, la libertad que tanto ansiaba. Estaba también el novio de su madre... La historia de su vida –se me escapan los detalles– tenía más de sentimiento que de originalidad. Hasta este día estoy convencido de que le sirvió hablar conmigo.
La joven puertorriqueña –Luisa– seguía sin creer una palabra.
Luisa estaba sobria: mi línea por supupesto que no funcionó con ella. Lo positivo de Luisa era su humor, así que ella también agregó información sobre la vida de Mayra. Ya que estaba en todo este embrollo me resultaba imposible dar marcha atrás, así que me relajé, pedí el tercero de mis sakes y tomé la mejor de mis posturas psicoanalíticas.
VI.
Esta noche me hizo falta mi pipa. Pero por lo demás me conduje, estoy seguro, como el más profesional de todos los psicoanalistas falsos que he conocido (pienso en un tal Moisés). A cada detalle adicional hacía yo preguntas y trataba de que mi vecina de la barra llegara, por su cuenta, a sus propias conclusiones.
Luisa estaba encantada y reía con fuerza. Le gustaba mi pretendida seriedad. Eso sí: no se tragó una gota de mis mentiras. Pero con Mayra las cosas eran diferentes. Continuó narrándome su vida (agrego, para descanso de los puristas y de los puritanos, que no me contó nada que fueraíntimo. Se refirió esa noche a las cosas que más le enojaban: cuando quería visitar la casa de su madre, por ejemplo, y su madre se lo impedía porque esperaba la llegada de su novio. Cosas vanales, en suma, pero para ella molestas).
Cuando Mayra me pidió mis datos profesionales, porque quería verme de nuevo, me salí por la tangente. "No tengo licencia para trabajar en este estado", le dije, y eso pareció cerrar ¡por fin! el caso. De todas maneras intercambiamos direcciones y promesas –que no cumplimos– de mantenernos en contacto.
Cuando llegó la hora de partir, pagué mi cuenta al dueño del restaurant. Me disponía a marcharme, cuando escuché a mis espaldas un "Good-bye doctor", que me hizo girar sobre mí mismo y mirarlo a los ojos mientras me decía: "regrese otra vez por este lugar. ¡Quiero que me diga qué hacer con mi vida!"