Polémica en torno a Victoriano Huerta
Señor director:
¿Cómo responder a don Carlos González M., quien toma tan en serio sus lecturas? ¿Cómo contestar a quien se escapa el humor de un Paco Ignacio Taibo II o que pierde el hilo del argumento del periodista Miguel Ángel Granados Chapa, a quien aterra que se tome como héroe al más grande villano de nuestra maniquea historia oficial? El señor González no debe olvidar que ninguno de los dos –por mucho que se lean y publiquen sus libros o artículos– tiene entrenamiento de historiador. El propio Granados Chapa se abstendría de llamarse un conocedor a fondo de los hechos. Cuando mucho regresaría a su argumento anterior: que, basándose en sus lecturas, concluyó lo que sus autores le transmitieron, y poco más.
Ni un novelista como Taibo II ni un periodista como Granados Chapa está obligado a lo que un historiador con entrenamiento: a hurgar en todos los lugares posibles en busca de lo que llamamos fuentes primarias. Esto es, aquellos rastros que dejan tras de sí los testigos (oculares o auditivos) de un evento, o cualquiera de los participantes en éste. Además de las fuentes primarias, el historiador consulta el rango más amplio de fuentes secundarias –es decir, las creadas por aquellos que ni participaron en el suceso–, ni fueron testigos presenciales de él.
Preocupantes, por su ligereza al referirse a Victoriano Huerta y a Henry Lane Wilson, son las palabras del historiador Lorenzo Meyer. Preocupantes porque repite la versión oficial –esto es, carrancista– de los hechos, sin verificarla. Dicho de otra manera: ¿dónde descubrió Lorenzo Meyer que “En secreto, don Victoriano había fraguado la caída de Madero con el embajador norteamericano, el tristemente célebre Henry Lane Wilson”? Yo no he encontrado huellas de dicha conjura. He revisado miles de cartas de Henry Lane Wilson (tanto oficiales como personales), también la correspondencia de Nelson O’Shaughnessy (encargado de la embajada estadounidense a la salida de Henry Lane Wilson) y del propio presidente Woodrow Wilson, entre otros más; he consultado la prensa nacional y extranjera de la época; analizado entrevistas de historia oral en la Universidad de Columbia, y leído obras que evidentemente no consultó Lorenzo Meyer. De igual manera he visitado archivos europeos (belgas, españoles, alemanes, holandeses). He entrevistado también a especialistas de ese periodo, como mi exprofesor John Womack.
De mi pesquisa, todavía en proceso, reitero dos puntos clave: (1) había más de una conspiración en contra de Francisco I. Madero, y (2) la conjura en la que participó Huerta, no la inició él. Prueba de ello y de la desconfianza que le tenían los demás confabulados –los más importantes Félix Díaz, Manuel Mondragón y Aureliano Blanquet– es que no fue Huerta quien arrestó al presidente Madero. Por el contrario: lo único que los conspiradores estuvieron dispuestos a concederle, fue que apresara al hermano del dignatario. Si Huerta hubiera sido quien encabezara la conspiración, él, personalmente, hubiera apresado al presidente, y no a Gustavo Madero.
Henry Lane Wilson, en su afán por detener el bombardeo cruzado que destruía la ciudad de México y abatía a cientos de ciudadanos, ofreció la sede diplomática de su país para que Huerta y Félix Díaz, fortificado en La Ciudadela, firmaran un cese al fuego. Pero el verdadero acuerdo lo pactaron ambos generales un día antes –el lunes 17 de febrero de 1913– en una reunión en el edificio de Gobernación. En ella que estuvieron presentes todos los conjurados. Fue entonces que Huerta se opuso terminantemente a que se enjuiciara y luego fusilara a Madero. El “tristemente célebre” embajador Wilson, víctima de su propia candidez, proveyó, sin saberlo, el foro para que el 18 de febrero se oficializara el acuerdo del día anterior.
Huerta quería la presidencia y no un interinato. Por eso prefería un Madero vivo y conspirando, a un Madero mártir. Pero desde el pacto en las oficinas de Gobernación, hasta las primeras tres semanas de llegar a la presidencia, Huerta estaba militarmente maniatado. No tenía la fuerza para salvaguardar la vida de Madero en contra de quienes lo querían muerto (Díaz, Reyes, Blanquet y Mondragón, entre otros). Para afianzar la presidencia y arrebatársela a Díaz, Huerta operó con rapidez pero también con negligencia: al asegurar el cargo, descuidó a Madero y sus enemigos.
Aunque se repitan, los historiadores oficialistas no han demostrado que Huerta ordenara el asesinato de Madero. Ya lo dijo Fred Morrow Fling: “No importa por cuánto tiempo se haya creído en una historia, ni cuántas personas la hayan aceptado como cierta: si no descansa en evidencia confiable, no es un hecho histórico”. Invito a mis colegas a que produzcan esa evidencia y demuestren que Huerta, como afirman, fraguó con Henry Lane Wilson la caída de Madero y ordenó, además, su asesinato.