Adolfo Gilly y su visión de la Decena Trágica
Los verdaderos “traidores” en el pensamiento de Adolfo Gilly
Un comentario en torno a sus ideas sobre la Decena Trágica
A primera vista, Cada quien morirá por su lado: una historia militar de la Decena Trágica semeja un complejo reloj de péndulo completo con su frontón, cuadrante de fases lunares, aguja de horas, minutero, caja, pesas y, por supuesto, péndulo. Pero una segunda y más cuidadosa mirada muestra una imagen totalmente distinta: el reloj de péndulo ha sido reconstruido con piezas de muchas otras maquinarias; su sonido es sordo, las pesas pertenecen a otra caja, el péndulo está abollado y, cuando se le activa manualmente, avanza con tropiezos. La diferencia entre lo que semeja ser esta nueva obra del profesor Adolfo Gilly y lo que es, sorprenderá –y tal vez también desilusione– a todo lector cuidadoso. Los capítulos de este libro, al igual que el reloj de péndulo imaginario que he descrito, no siempre embonan y, aunque como libro este texto da la apariencia de erguirse solo, aparecen en él contradicciones (tanto de hecho como de interpretación) que debilitan irremediablemente el trabajo del autor, más interesado en aferrarse a la vieja historia oficial –o la que él mismo llamó en una ocasión “historiografía pragmáticamente impregnada de ideología estatal” – que en proponer nuevas e inéditas interpretaciones.
Acabado de imprimir real o simbólicamente el 9 de febrero de 2013 –es decir, a cien años justos del golpe de Estado iniciado por los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón en contra del gobierno de Francisco I. Madero–, el libro de Adolfo Gilly retoma viejas y maniqueas tesis carrancistas: Madero era bueno, pero incumplió sus promesas; era cándido e indeciso; estaba mal aconsejado, y se dejaba llevar por la conmoción del momento más que por el juicio sereno y premeditado; lo rodeaban hombres malos, con el traidor general Victoriano Huerta a la cabeza, quien era víctima de atávicos rencores indios (no son palabras de Gilly, pero se infieren a lo largo de su escrito). Sólo así se entiende que este último traicionara al hombre bueno, aunque un tanto despistado, que a los pocos meses de asumir la presidencia se había enemistado con sus más leales e incondicionales seguidores.
Extraña la postura actual de Gilly porque en su afamada La revolución interrumpida, publicada por primera vez en 1971, se expresa así de Victoriano Huerta:
Victoriano Huerta no era el militar inepto y el borracho consuetudinario que presentan las
historias oficiales, [sic] que han convertido a su figura en el villano de un cuento donde todos
los demás jefes burgueses aparecen como héroes sin miedo y sin mancha. Si bien su afición
a la bebida es un dato seguro, no era ése el rasgo que definía su carácter [...]. Era un militar
que había mostrado condiciones en el campo de batalla y un político enérgico, capaz y
despiadado, que debía ser tomado seriamente [sic] como en efecto lo hicieron sus enemigos
de entonces. Esto lo demostró tanto al organizar la represión contrarrevolucionaria como al
enfrentar las presiones del gobierno de [Woodrow] Wilson, que se fueron haciendo más
fuertes y amenazantes en la medida en que Huerta buscaba apoyo en las potencias europeas,
y en especial en Gran Bretaña.
La descripción de Huerta que hizo en 1971 se distancia de la que aparece en Cada quien morirá por su lado. Como decía arriba, contrasta el carácter del traidor general Victoriano Huerta, con el del bonachón de Madero, a quien lo acompañaba –al menos de palabra– el tranquilo y pausado general Felipe Ángeles. Fue a Ángeles a quien el presidente envió a la campaña en Morelos, para pacificar, de la manera más digna y prudente para ambos lados, a los zapatistas. Pero si Ángeles era cauto con el fusil, era ingenuo con la pluma, y Gilly retoma sus escritos precursores sobre el general (ésta es una de las varias piezas del reloj de péndulo que provienen de otro mecanismo) para remachar en la mente de sus lectores lo que ha repetido en incontables ocasiones: era obvio que el resentido y malintencionado de Huerta traicionara a Madero puesto que –¡la evidencia lo demuestra!– habían entrado ambos en graves desacuerdos sobre política militar y Huerta no se lo perdonaría jamás.
Gilly se equivoca. Victoriano Huerta tenía un gran sentido práctico de la vida y era de memoria corta. Diferencias e intercambios antiguos con Madero le resultaban indiferentes: a él le importaba el presente y resolver las condiciones según se le presentaban. A su sentido práctico –y no a ese odio atávico que Gilly le atribuye– debe imputarse que se adhiriera a los sublevados cuando vio lo fútil que sería continuar una lucha callejera en contra de la inexpugnable fortaleza (que no ratonera sin salida) en la que se habían alojado Félix y Mondragón, a poco de rebelarse en contra del gobierno de Madero, el 9 de febrero de 1913.
Más allá de la visión simplista y predecible de Gilly, su libro adolece de una gran debilidad, resultado de la tendencia, consciente o no del autor, por acallar a la oposición. Entristece que Gilly, ex militante de la IV Internacional y como tal conocedor en carne propia de lo significativo que es escuchar a las voces disidentes, enmudezca la de Félix Díaz para repetir una vez más cuánto se debe mantener en alto la personalidad heroica de Felipe Ángeles, general pronunciadamente antifelicista y antihuertista. La historiografía “revolucionaria”, es decir carrancista, ha minimizado la figura de Félix Díaz. Cierto que se desempeñó en puestos que quizá no estuvieran a la altura de su alcurnia; pero nadie negará –al menos desde Fouché– que cualquiera con el puesto de jefe de la policía en una ciudad como la de México tiene acceso a información que otros muchos desconocen. El apodado “sobrino de su tío” tenía razones para disentir: unas, por supuesto, personales; pero otras más basadas en lo que, él entendía, era el malestar que experimentaba el común de los mexicanos –y con esto me refiero a buena parte de la población de las ciudades que no alcanzó ni la fama ni el renombre de rebeldes como Pascual Orozco o Emiliano Zapata– bajo la férula de la familia Madero.
Es una pena que, en vez de profundizar en la personalidad de Félix Díaz y sus razones para discrepar con el Madero que lo llevó a iniciar uno de los muchos levantamientos que se planeaban en contra del presidente, Gilly nos hable una vez más de Ángeles. Si insisto en escribir sobre las personalidades de Huerta y Ángeles es que, como lector e historiador, creo que las grandes plumas del gremio deberían esforzarse por salir del gabinete y escrutar personalmente los archivos, en vez de hacerlo a través de experiencias vicarias; por buenos o sinceros que sean nuestros asistentes de investigación, nunca verán con nuestros ojos las huellas de temas verdaderamente innovadores y que pueden refrescar el escenario historiográfico de México.
En vez de esto, Cada quien morirá por su lado repite el camino andado y avanza y retrocede constantemente, pues el historiador Adolfo Gilly profesa una preferencia inexplicable –patente en el primero de sus capítulos y presente en los demás– por andar y recular: utiliza constantes y cansados flashbacks para, al parecer, explicar en mini instantáneas por qué ciertos eventos desembocaron en lo que fueron. Más agradable y descansado hubiera sido para el lector –hablo en particular de mi persona– encontrarse con una narrativa que fluyera, que contara todos los antecedentes importantes al inicio y que permitiera al lector entender enseguida los acontecimientos posteriores, según se fueron dando.
No olvido que ese primer capítulo, una vieja pieza de relojería supuestamente ajustada a la nueva maquinaria, no acaba por embonar con el resto de las piezas (o capítulos) como debiera. Que no apaguen mis palabras la curiosidad del lector. Conforme avanza en su relato, la obra de Gilly se aligera: el autor abandona las trilladas tesis sobre la prensa opositora y cómo influyó en la caída de Madero y se enfoca más en los acontecimientos cercanos al 9 de febrero de 1913. Para ello se basa en testimonios publicados tiempo después de los eventos, aunque algunos de ellos, pocos, tienen la frescura de lo inmediato: se trata de cartas o memorias escritas al poco de ocurridos los hechos sangrientos de la Decena Trágica, que los narradores vieron o en los que participaron.
Sin embargo, otros escritos más, y que nutren numerosas páginas de Cada quien morirá por su lado, fueron redactados mucho tiempo después de los sucesos de febrero de 1913 y se basaron en otras fuentes que incluso (lo informa el propio Gilly) olvidan de citar. En particular la obra de Martín Luis Guzmán, publicada a los 50 años de ocurridos los eventos, es fuente de constante uso para Gilly en varios de sus capítulos, si bien Martín Luis Guzmán al parecer no estuvo presente en los acontecimientos que narra y se basó, como insisto, en los informes de otros autores y no en su propio testimonio. Sin que lo diga de manera explícita, Gilly se propone complementar el texto de Martín Luis Guzmán con una añadidura: donde este último simplemente narra los hechos, Gilly los recoge y los usa para acusar de traidores de Madero a Huerta o, como lo discutiré abajo, al propio Pedro Lascuráin.
Lo interesante –o lamentable, según se le vea– del caso es que Adolfo Gilly, quien reproduce con detenimiento los eventos del domingo 9 de febrero, tiene una hipótesis definida de antemano y, en cada caso en el que asoma más de una lectura de los hechos, se decide por una postura tomada a priori, a saber: en las contadas ocasiones en que Victoriano Huerta expresó su parecer respecto a participar (o no) en un levantamiento en contra Madero, el general siempre se mostró distante y a lo sumo recalcó la necesidad de encontrar el momento preciso para cualquier tipo de asonada. ¿Significa esto que Huerta mentía, como asume Gilly, o que el general simplemente expresaba lo que cualquier otro militar diría cuando se le invitara abierta o encubiertamente a participar en una rebelión en contra de las fuerzas establecidas?
Gilly, gracias a un empecinamiento inexplicable por no apartarse un ápice de la historia oficial, decide que todas éstas son pruebas irrefutables de que Huerta, el conspirador por antonomasia, mentía: era él y nadie más quien preparaba desde tiempo atrás su gran traición. Pero, ¿por qué no permitir que surja otra hipótesis? Esto es, que en efecto ¿a Huerta no le interesaba involucrarse en complot alguno y que cuando participó en uno fue por razones absolutamente prácticas y en respuesta a las circunstancias del momento? Pese a que los documentos que cita Gilly permiten desarrollar esta segunda hipótesis, el autor la barrió a un lado porque no coincidía con lo que ya esperaba encontrar en esos mismos documentos. Huerta, y lo repito porque parece ignorarlo Gilly, era un hombre extraordinariamente práctico; lo fue hasta el final de su vida, si bien en ocasiones se dejó llevar por “consejeros” cercanos y cometió errores de todo tipo (el peor de todos: planear en 1915 su regreso de España a México, vía Estados Unidos).
Como hombre práctico –y los documentos que usa Gilly permiten ampliamente establecer esta hipótesis–, Huerta era un oportunista. No se preocupó en momento alguno por conspirar, es cierto. Pero cuando vio que una conspiración podía funcionar, se vinculó a ella. Mi punto de discordia con el profesor Gilly y con todos quienes coinciden con su postura (o con quienes Gilly coincide) es cuándo decidió Huerta unirse a la conjura y con ello traicionar, como repiten los oficialistas, a Madero. ¿Sucedió esto el 9 de febrero de 1913, cuando bajó del coche de alquiler en el momento justo en que el presidente se acercaba a Palacio para simbólicamente reafirmar su poderío? O, como yo propongo, ¿se decidió por unirse a los sublevados días más tarde, cuando vio la imposibilidad de tomar la Ciudadela?
Para Gilly esta última puede ser una pregunta inocua, y quizá lo sea, pero dista de ser retórica. Importa saber cuándo Huerta se decidió por unirse a uno de los muchos complots que ya se urdían en contra de Madero y del maderismo. Si el 9 de febrero y antes de bajarse del automóvil de alquiler para ofrecer sus servicios incondicionales a Madero el general ya había decidido tomar el gobierno, entonces concuerdo con Gilly en cuanto a que Huerta era un traidor; si por el contrario éste esperó hasta el último momento para unirse a la conjura, cuando se convenció de lo inútil que era continuar una guerra en el centro de la ciudad, entonces fue más un oportunista que un traidor. Ciertamente, y dependiendo de cómo se conteste a mi pregunta, el asesinato de Madero –cuya orden se ha achacado insistentemente a Huerta y que Gilly asume como cierta, a partir de las palabras de Manuel Márquez Sterling a quien él llama erróneamente “embajador” cubano (página 65) – pudo haber sido o no maquinado por el propio Huerta. En este punto el lector habrá adivinado que me pronuncio en contra de toda teoría de la conspiración; que creo que a Huerta se le ha acusado injusta, aunque no gratuitamente, de traicionar a Madero, y que me opongo a adjudicar a Huerta la muerte del presidente a partir de pruebas circunstanciales. Hasta ahora nadie ha probado de manera irrefutable que Huerta ordenara el asesinato de Madero y el profesor Gilly no ha aportado en esta obra documento alguno que corrobore esa hipótesis carrancista.
La secuencia de los hechos importa poco a Gilly (página 79) cuando dicha secuencia –trátese de cuándo Madero nombró a Huerta comandante militar de la plaza o de cualquier otro hecho– es crucial. A Huerta le interesaba y convenía el puesto de comandante y no lo iba a abandonar por una aventura militar si no fuera por razones fundamentales. Dejar el puesto recién adquirido por unirse a una banda de rebeldes no era parte de su estilo. A menos, claro, que viera la situación perdida, como quizá la vislumbraba cuando se percató de las dificultades reales que implicaba la toma de la Ciudadela, en donde se encontraban atrincherados Díaz y Mondragón. Lo que sí es seguro es que Gilly se apresura en sus conclusiones. Basándose en el testimonio de un individuo que vio en retirada las tropas de Mondragón y Díaz, Gilly concluye que ambos generales ¡“estaban derrotados”! ¿En dónde está escrito, me pregunto, que un ejército que retrocede está necesariamente vencido?
En el párrafo que cito, Gilly alude de manera indirecta a una forma peculiar de escribir historia: la basada en hechos puros y discernibles. Puede funcionar y ser creíble esta forma de historiar, lo fue durante siglos; pero en otras partes de su obra, Gilly transgrede esta norma y llega a veces a conclusiones basadas en su sentir y no en los documentos que cita para espantar al neófito lector. De ahí que su postura confunda, cuando acusa (como quienes defienden la versión oficialista del pasado mexicano) a Huerta de conspirar y de haberlo planeado todo desde el inicio: visión simplista ésta, que carece de todo el fundamento que Gilly le pretende otorgar.
Un capítulo en particular, el más original de todos pero que no embona por sus detalles con el resto de la obra, refuta la teoría de la conspiración de Gilly. Basado en las memorias de la señora inglesa Rosa E. King y en materiales provenientes de los archivos de la Secretaría de la Defensa Nacional, el capítulo pormenoriza el viaje relámpago de Madero a Cuernavaca para encontrarse con el “único” militar fiel a su causa: el protagonista de décadas de Gilly, el general Felipe Ángeles. Según los datos que Gilly presenta, Madero permaneció en el hotel de la señora King la noche de su arribo a Cuernavaca e hizo otro tanto en Churubusco a su retorno (página 89). De ser esto cierto, y a pesar de que Madero dejó dicho antes de partir que iría a Toluca y no a Cuernavaca, es demasiado cándido pensar que Huerta no estuviera enterado del paradero de su presidente; pero lo es más asumir que, si como lo afirma Gilly, Huerta estaba conspirando, no se aprovechara de la ausencia de más de 48 horas de Madero para asumir la presidencia con un verdadero segundo golpe de Estado. Si ya complotaba Huerta, ¿cómo se explica que, ausente Madero, no asumiera el poder? La teoría de la conjura que asume Gilly recuerda a un diálogo famoso entre Groucho y Chico Marx:
“El cuadro que buscan se encuentra escondido en la casa de al lado”, asegura Groucho.
Su hermano Chico descorre la cortina, mira por la ventana y replica alarmado: “¡No hay
casa de al lado!”
“Entonces edificaremos una”, concluye Groucho.
Una y otra vez los historiadores oficialistas han acudido a la teoría de la conspiración para explicar el ascenso vertiginoso de Huerta a la presidencia seguida (o acompañada) del asesinato de Madero y José María Pino Suárez. Pregunto: ¿en qué basan estos autores dicha teoría, más allá de presentar pruebas circunstanciales? Huerta se descuidó y, contrario a lo que había ofrecido, no protegió de los otros generales y civiles complotistas las vidas de Madero y Pino Suárez; esto es irrefutable. Pero una cosa es que un general, entre otros (con su poder e influencia coartados por quienes lo rodeaban), tratara de mantenerse en el poder por encima de estos últimos, y otra que en febrero de 1913 Huerta tuviera el poder absoluto que asumió meses más tarde (sobre todo, como asegura Gilly, para ordenar el asesinato de dos personas que, alejadas del poder, habían dejado de interesar a Huerta: Madero y Pino Suárez). Huerta presidente durante los primeros días después del cuartelazo, no era el Huerta presidente de octubre de 1913. Esta “sutil” diferencia la obvia Gilly, para quien la clave de la conjura se encuentra literalmente en una ubicación inexistente por inventada: la casa de al lado de los hermanos Marx.
Para apoyar su tesis, Gilly privilegia memorias y otros documentos publicados al menos meses después de que Venustiano Carranza –otro personaje que no olvidaba humillaciones ni “traiciones”– asumiera el poder absoluto, gracias al apoyo político y castrense de Woodrow Wilson desde su llegada a la Casa Blanca. Todo lo que muchos de los autores publicaron después de que Carranza ocupara la presidencia, lo hicieron para distanciarse de Huerta y, de ser posible asumir un papel protagónico, en particular en lo que tocaba a sus intentos, todos ellos fallidos, por alertar a Madero del “traidor” Huerta y así salvar la vida del presidente. Gilly se preocupa poco por cuestionar estos “testimonios” y toma al pie de la letra sus aseveraciones: ¿debo añadir que lo hace porque dichas aserciones concuerdan con su visión y versión de la conjura encabezada por Huerta en contra de Madero?
Uno de los testimonios en que el autor se apoya es el del ministro plenipotenciario español de origen canario, Bernardo de Cólogan y Cólogan. La declaración, que se encuentra en su original en el Archivo Histórico Genaro Estrada de la ciudad de México, la mecanografió cuando Huerta había abandonado el país y dista mucho de su postura inicial frente al general, a quien apoyó ante su gobierno en varias ocasiones. Gilly cita la transcripción publicada de este documento e ignora la historia detrás de él. Por considerar a Madero incapaz de gobernar, Cólogan apoyó la presidencia de Huerta desde el inicio. Y en lo que tocaba a elegir entre Huerta y Félix Díaz, el representante español no tenía ningún inconveniente en que Huerta permaneciera en el poder. Así relató Cólogan lo acontecido en un banquete en “el elegante Jockey Club” dedicado a los generales Díaz y Mondragón, que presidió el propio Huerta a fines de abril de 1913:
asistimos los representantes extranjeros, aunque hubo algún refunfuño. El General Félix
Díaz, hombre de muy pocas palabras, contestó brevemente el brindis que un miembro del
Club le dirigió, por la concordia de los mexicanos, por la paz y la justicia, que fue su lema.
Luego habló profusamente el General Huerta con su humorismo campechano, en que nos
dijo no entendía de cosas de Gobierno, ni de sociedad, sino de soldados, y que Dios lo hizo
feo pero sin miedo y completo. Hizo declaraciones sustanciosas que impresionaron: que por
encima de las leyes está la necesidad de vivir [...]; [que] dentro de dos meses habría
pacificado al país, y se verificarían las elecciones; [que] no tenía sino una cabeza y dos
brazos, y necesitaba la cooperación incondicional de quienes, como los miembros del
elegante Club, tenían intereses y propiedades por qué velar, y haría la paz al precio de su
vida, y cueste lo que cueste.
¿A qué se debe la gran diferencia de tonos entre ésta y la carta que rescata Gilly? Al menos durante la primera mitad de 1913, Huerta para Cólogan era un hombre capaz y divertido. Por su parte Huerta hacía hasta lo imposible por complacerlo. Cierto que Cólogan fue cambiando su postura ante el general conforme avanzaba el tiempo y el gobierno de Huerta enfrentaba situaciones más difíciles y complicadas. Cólogan se impacientaba. Para septiembre ya hablaba del general como “indio avisado”. Huerta iba perdiendo sus favores. Pero la situación llegó a su punto de ebullición cuando, en una reunión, Cólogan, a espaldas de Huerta, escuchó decir al general que “ningún español era de fiar”. A partir de ese instante, Cólogan guardó hacia Huerta un gran resentimiento, sin volverlo público.
Pero de ahí a que Cólogan escribiera por motu proprio la carta que cita Gilly, hay una gran distancia. Añado otro antecedente inmediato a esa carta y que explica mejor el tenor en el que está escrita: Cólogan, como ministro plenipotenciario español ansiaba convertirse en embajador, y sabía que México era el lugar en donde podría alcanzar el puesto. Al distanciarse de Huerta y acusarlo de asesino y traidor –como después muchos otros también lo hicieron– Cólogan buscaba que Carranza reconsiderara su decisión de echar del país a todo diplomático que hubiese tratado personalmente con el general. Esa carta “confidencial” que cita Gilly representó el esfuerzo postrero (y desesperado) del ministro español por permanecer en el país y convertirse a la larga en embajador de España en México. Carranza guardó su carta pero, como hizo con la mayoría de los ministros europeos, obligó a Cólogan a marcharse del país. La validez de ese documento –hay más con las que autor apuntala muchas páginas de la obra que reseño– es por tanto limitada y muchas de sus afirmaciones deben tomarse con cuidado.
Otro apartado original en la obra que examino se basa en informes rendidos por el ministro chileno, Anselmo Hevia, que permite reconstruir lo que aconteció con la renuncia a la presidencia y vicepresidencia que firmaron Madero y Pino Suárez. Originalmente dicha dimisión firmada debía quedar protegida en manos de Hevia y entregada a Huerta en Veracruz, cuando ya estuvieran Madero y los suyos a bordo del buque que los transportaría a La Habana. Pedro Lascuráin, sin embargo, insistió en guardar la renuncia, pero por razones desconocidas, entregó la dimisión firmada a Huerta para que éste acelerara los pasos para llegar –a través de Lascuráin– a la presidencia. Lo anterior, para Gilly, convierte a este último en traidor y demuestra, una vez más, que Huerta planeaba desde un inicio deshacerse de Madero y Pino Suárez. Como ocurrencia tardía, entonces, queda una gran pregunta: ¿”En qué momento y hora decidió Huerta la ejecución” de ambos? ¿La respuesta de Gilly?: “no lo sabemos”.
Al término de mi lectura de Cada quien morirá por su lado –que son palabras tomadas de una publicación del general Felipe Ángeles (página 182)– me percaté que este libro lo escribió Adolfo Gilly con los testimonios de los amigos (como el ministro chileno Hevia) o seguidores de Madero. Las fuentes de Gilly (pese a la buena bibliografía que aparece antes del índice de su obra) lo revelan: Felipe Ángeles militar, protagonista de batallas legendarias y cuya figura aparece en esta obra con persistencia; el una vez villista Martín Luis Guzmán, quien reconstruyó con ayuda del testimonio de otros lo ocurrido en febrero de 1913; el ministro cubano Manuel Márquez Sterling, ex periodista y retratista que pinta de manera extraordinaria a los personajes que introduce en sus memorias. Fue Márquez Sterling quien pasó una noche en la intendencia de Palacio junto con Madero, Ángeles y Pino Suárez... Gilly se apoya también en autores más recientes como el finado Friedrich Katz –a quien Gilly dedica su obra– y Antonio Saborit, quien compartió con el autor de Cada quien morirá por su lado muchos documentos (poemas incluso) e ideas clave.
Gilly no leyó a autores críticos de Madero (aunque es cierto que no alaba tanto al ex presidente en estas páginas); mucho menos examinó la obra de autoras como Edith O’Shaughnessy, quien aparte de vivir bajo las presidencias de Madero y Huerta junto con su marido (encargado éste último de la embajada estadounidense, después de que a Henry Lane Wilson lo removiera el presidente de su país) se volvió amiga cercana y admiradora del general Victoriano Huerta. Agrego que, en casos como el de la inglesa Rosa E. King –dueña de una ex hacienda convertida en hotel–, Gilly no citó los halagos de King a Huerta. El partidismo político del profesor Gilly, sus preferencias ideológicas, cerraron el paso a una obra que pudo aportar mucho a lo que ignoramos sobre la Decena Trágica.
Yo retorno a mi símil del comienzo: el afán por utilizar viejas piezas para reconstruir un reloj de péndulo que imponga a sus lectores, fue un acto fallido. Poco encontrará de novedoso el lector de esta obra, más allá de descubrir que al lado del de Huerta, se deben colgar en el muro de los acusados, los cuadros de los también traidores Pedro Lascuráin y el “elegante” Francisco León de la Barra y, ¿por qué no?, del propio ministro plenipotenciario de España en México, Bernardo J. de Cólogan y Cólogan. El libro de Gilly contiene innumerables aseveraciones que no respalda autor o documento alguno; afirmaciones que posteriormente Gilly desarrolla y toma como verdades irrefutables. Encontré también notas al calce que no correspondían al texto que supuestamente apoyaban. Escrita deprisa, esta obra –salvo por la ya mencionada bibliografía que proporciona pistas novedosas– ayudará en poco al interesado en conocer más de los sangrientos acontecimientos de febrero de 1913, que contra toda esperanza de sus coetáneos y para desazón de los historiadores oficialistas, permitieron a Victoriano Huerta tomar el poder.