Don Carlos Castaneda va a la universidad

Carlos Castaneda

Hace ya mucho tiempo, cuando Eugenio Juárez estudiaba la licenciatura en la Universidad de California, se inscribió en un curso con Carlos Castaneda: el renombrado autor de Las enseñanzas de don Juan. En esta obra, Castaneda describió de manera novelada, lo que le ocurió cuando, como estudiante de antropología, se remontó a la sierra de Sonora para aprender de un hechicero yaqui, a quien apodó don Juan. 

Muchos de mi generación leímos al menos el primero de varios best-sellers que contaban la historia de Castaneda: lo experimentado con don Juan; su ingestión de peyote; cómo se convirtió en un perro que corría desnudo por el llano y cómo, sin habérselo propuesto, absorbió muchas enseñanzas que le servirían para su vida. Pero más importante, Castaneda mostró en sus páginas cómo don Juan lo seguía paso a paso y orientaba su vida. Tanto en las remotas y afiladas montañas sonorenses, como al momento en que regresó a la “civilización” californiana.
 
Hace casi dos décadas, cuando revisé unos archivos en la Universidad de California en Irvine, encontré la carta de un profesor que leyó íntegra la tesis de Carlos Castaneda. Era el texto que este último transformó en Las enseñanzas de don Juan. Pero al escrito le faltaban los elementos que lo habilitaran para defenderlo como tesis de doctorado en un departamento de antropología. El profesor, frenético, escribió a uno de sus colegas que nunca debió otorgársele el grado a un estudiante cuyo manuscrito mezclaba verdad con fantasía.
 
Carlos Castaneda debió encontrar resistencia también cuando buscó empleo como profesor en la Universidad de California. Pero lo cierto es que Eugenio Juárez, para retornar a mi punto de partida, estaba por estudiar con esta figura legendaria. El día en que habría de tomar el curso con Castaneda, Eugenio tomó el ascensor que lo llevaría al piso donde habría de escuchar al reconocido antropólogo.
 
Eugenio pensaba en el ahora profesor Castaneda, cuando se abrieron las puertas del elevador. Entró un individuo, sin saludar, que portaba traje y un maletín nuevo. Eugenio, poseedor de un olfato muy fino y buenos oídos, sintió instintivamente el olor del cuero y el roce del maletín con el traje que portaba el recién llegado. Olor y roce lo transportaron a otra parte.
 
Se abismó en los pensamientos de todo estudiante extranjero que percibe de inmediato la soledad de las ciudades norteamericanas. Sin percatarse, le dio la espalda al hombre del maletín.
 
Eugenio se encontraba solo ante otra cultura y de allí que tomara el curso al que se dirigía, sobre culturas comparadas. De pronto cayó un vacío imperceptible a sus espaldas. Sintió un silencio absoluto, el de una persona que deja de respirar. Como si el aire hubiera escapado de los pulmones de su compañero de ascensor. Eugenio se estremeció. Giró lentamente sobre sus talones para percatarse que no había nadie. Era como si el ascensor se hubiera vaciado de todo su contenido. Pero, ¿cómo ocurrió esto? El elevador no se detuvo en parte alguna y sus puertas no se abrieron ni cerraron en piso alguno. ¿Se imaginó Eugenio la presencia de su acompañante? Imposible. Él lo vio entrar al elevador. ¿Qué diablos pasaba?
 
Especuló sobre el asunto y, todavía sobresaltado, entró unos minutos tarde a clase; allí se topó con el individuo que se había esfumado apenas. Se trataba de la misma persona que en esos momentos abría su maletín: era Carlos Castaneda. Cómo llegó allí antes que él y mediante qué medios, es un misterio que permanece con Eugenio hasta este día. El elegante profesor no se dio por aludido. Sacó la lista de estudiantes y la leyó en voz alta. De uno en uno, nombró a todos los asistentes. Permaneció unos minutos en silencio, recorriendo el aula con la mirada. Luego guardó la lista, cerró su maletín y dijo: “Ahora vuelvo”.
 
Carlos Castaneda salió y jamás regresó. Ni ese día, ni la semana siguiente, ni ninguno de los días asignados para el curso que impartiría. Los estudiantes esperaron que transcurriera esa primer hora de clase sin proferir palabra. Pasaron las semanas y todos siguieron asistiendo, de manera rigurosa, a la misma aula y a la misma hora en que debían tomar su curso. Según avanzaba el semestre y al temer que Castaneda no regresaría, los alumnos comenzaron a hablar entre ellos mismos.
 
--¿Quién recuerda cómo es el profesor? ¿Cómo vestía?
 
--"Usaba mezclilla", dijo uno; "no, venía de lentes y traje gris, con corbata morada", argumentó otro.
 
Uno a uno trataron de describir al individuo que se presentó por una sola vez ante ellos: el primer día de clases. De ahí las dudas y los desacuerdos. Apenas lo recordaban. ¿Vestía realmente de manera elegante o se presentó con pantalones de mezclilla? ¿Traía consigo un morral o un maletín? ¿Hablaba con acento del norte o era sureño? ¿Usaba loción para después de afeitar?
 
En los días anteriores a la Internet se dificultaba buscar su foto y aun si alguno hubiera tenido acceso a una base de datos, nadie se preocupó por encontrar al verdadero Carlos Castaneda. Simplemente rechazaban la posibilidad de que no regresaría a clases. Pero cuando se convencieron que no reaparecería, especularon sobre su persona.
 
¿Así enseñaba Castaneda? Si esto era cierto, ¿qué quería el evasivo profesor ilustrar a través de su ausencia? Los estudiantes discutieron estas preguntas una y otra vez. Su desaparición los forzó a pensar en todas las posibilidades que la explicaran.
 
Al poco entendieron que el profesor, especialista en México, quería mostrarles un rasgo que distinguía la cultura de su país con la del vecino al sur del Río Bravo: por lo general, en Estados Unidos se enseñaba a pensar; en México, a repetir. Lo que Castaneda quería, así lo concluyeron sus estudiantes, era que utilizaran su mente para aprender en otro nivel.
 
Eugenio Juárez coincidió con este argumento y lo puso por escrito. Al final del semestre redactó un ensayo sobre las enseñanzas de don Carlos; lo dejó en la charola junto a la puerta de su oficina y esperó ansioso, a que llegara su nota por asistir al curso.
 
Carlos Castaneda le concedió una “A”: una de las calificaciones más altas que, todavía se repite en los pasillos universitarios, otorgara el esquivo profesor alguna vez a uno de sus estudiantes.

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