En 2007 reencontré en Guadalajara a un viejo amigo del Instituto de Ciencias (cuando éste aún contaba con escuela primaria). Fue un tropiezo fortuito: como todos los memorables. Venía de la avenida de Las Américas rumbo a casa de mi padre en Guadalajara cuando un ciclista, a toda prisa, atravesó mi camino; casi me rozó. Escuché que alguien gritaba "¡Servando!" Miré hacia atrás y vi cómo el ciclista se detuvo y me observaba con detenimiento. Su rostro me recordó el de alguien. Pero las densas arrugas que lo cruzaban y se doblaban una sobre otra me impedían reconocerlo. ¿Quién era ese extraño personaje, casi un anciano? Seguimos mirándonos. De pronto lo supimos. Él era –muy envejecido– un lejano amigo de la infancia. ¿Cómo llegó a envejecer de tal modo?
Lo primero, después de reconocernos, fue explicarnos por qué nos detuvimos. Al igual que yo, él escuchó un ¡Javier! Interrumpió su viaje porque pensó que yo lo había llamado. La “verdad” si es que la hubo, es que ninguno de los dos gritó el nombre del otro, porque no nos habíamos visto en décadas (desde la niñez apartada yo no presentaba tantas arrugas pero, en su lugar, una barba y muchos kilos de por medio). Javier Urrea después de crecer en Guadalajara, se alejó de su acomodada familia para viajar al Tibet. Allí se volvió monje. Luego marchó a Japón. Pero se distanció de esa vida y casó con una mujer española por unas migrañas que lo atormentaron durante años. Vivía en Guadalajara y tenía una niña. En su bicicleta venía adaptado un asiento para ella. Terminamos por intercambiar teléfonos y nunca más hablarnos.
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Más allá de lo nostálgico que suene, está el vacío de décadas en las que ignorábamos todo uno del otro. No lo recuerdo, pero dudo haberle comentado –¡todo pasó tan de prisa! – mis meses en la India, mi interés por la música clásica del norte de ese país... Él sí mencionó sus conocimientos en música New Age, de la que desconozco todo. Pero igual, ¿cómo explicarle que yo, como él, había cambiado? Nos faltó tiempo.
Al año siguiente me aconteció una experiencia parecida, pero más instructiva. Crecí durante tres años en la provincia canadiense de Ontario. Allí conocí a uno de mis mejores amigos de la adolescencia, Paul Ziter. Viví en su casa, en Windsor, durante dos años, mientras su hermano mayor hacía lo propio en la mía. Paul, de familia libanesa, era mi guía intelectual. Me introdujo a Jack Kerouak y a Cat Stevens, pero también a uno de los grandes poetas canadienses de nuestra época y, ahora sé, de todos los tiempos: Leonard Cohen.
De Cohen me sorprendió que se alejara de las acostumbradas divisiones entre judíos y gentiles y que aceptara como suya toda la culpa que caía sobre buena parte de la humanidad, por su afán destructivo. Todavía, a casi cuatro décadas de distancia, recuerdo trozos de sus poemas. En particular uno que cargo conmigo desde entonces, “What am I doing here”.
“Even without the mushroom cloud”, afirmó, “still, I would have hated”. Y en otra parte: “The atmosphere of torture is no comfort; I have tortured”. Más allá de esta postura consciente y decisión tan personal de cargar sobre sus hombros los malestares de una época, se encontraba la sinceridad: la necesidad innata de Cohen por convertirse en representante de todos nosotros, de confesar como suyos nuestros errores, nuestras debilidades, nuestros fracasos.
Cuando salí de Canadá –mi padre temía no vivir mucho tiempo más y quiso tenerme cerca– traje entre mi bagaje uno de sus poemarios (desde mi primer año, en London, lo había escuchado leer sus poemas en un disco de acetato del internado en el que vivíamos Paul Ziter y yo) y si bien periódicamente abrí las hojas de su poemario, dejé de seguirle la pista. Después de todo, mi experiencia canadiense se fue hundiendo bajo el peso de otras vivencias más cercanas e intensas: mi vida en Cholula, cuando asistía a la Universidad de las Américas; la muerte de mi padre en 1976; mi fallida incursión de un año por Berlín y su Freie Universität y, por último, nueve años repartidos entre Boston y Nueva York. Leonard Cohen, lamento confesarlo, quedó enterrado con mis viejos recuerdos canadienses.
En 2007 y para mi desconcierto, encontré de nuevo a Leonard Cohen en la cubierta de un disco compacto rodeado de dos gallardas mujeres. En su mano izquierda sostiene un cigarrillo, y con la derecha, por debajo de la mesa, parece tomar la mano, a hurtadillas, de una de sus acompañantes. Según la explicación en el compacto, la toma provenía de “un anónimo fotógrafo errante” que había interceptado al trío en un “olvidado restaurante polineso”. Adquirí el disco, por supuesto: ahí estaba Leonard Cohen como lo recordaba, joven, dueño de sí, cercado por dos mujeres hermosas (una de ellas de francesa) y, cuando escuché su música, escrita en coautoría con un Phil Spector con quien Cohen recién había coincidido, nada cambió en mi vida.
Leonard Cohen era el mismo amigo de la adolescencia y su disco, “Death of a Ladies’ Man” concordaba con la imagen que había enterrado de él, décadas atrás. Escuché la voz briosa del joven poeta de rostro afilado y cabellos enredados (el disco fue grabado en 1977, con integrantes del coro tan desconocidos como Bob Dylan y Alan Ginsberg); gocé de las composiciones Spector-Cohen y agregué el título a mi colección personal. Todo quedó allí.
A los pocos meses volví a tropezar con él. Un grupo de amigos vagábamos por uno de los tristes shopping malls en El Centro, California, cuando vimos una tienda de música. Fernando Vizcarra, poeta y cuentista, y yo, pasamos un tiempo considerable revisando sus pobres existencias. Sin buscarlos, hallé dos compactos de Cohen. Cuando vio que iba a adquirir el “single”, Fernando sugirió que optara por el doble: “cómpralo, escucharás más música de Cohen”. Me convenció. Al llegar a casa y tras desenvolver el disco, leí las noticias que daba el escritor Pico Iyer sobre mi recuperado amigo.
El tiempo había pasado, trepidante, por la vida de Leonard Cohen. Ya no era quien yo recordaba. Desde Nara, Japón, Iyer escribió sobre el autor-compilador del compacto “The Essential Leonard Cohen”:
“Cohen siempre ha practicado el arte de desafiar toda categoría –él es una comunidad de uno– incluso cuando transitó de poemas a novelas, y de allí a canciones: es el único escritor que conozco que logró convertirse en una sensación cantante internacional; es el excepcional artista número uno que también ha sido un poeta galardonado. Cohen encabeza el hit parade en Noruega y Malasia, y su espíritu se escucha detrás de cada nueva generación de poetas-compositores (12 álbumes lo homenajean por el mundo). Cohen definió los sesenta para muchos de nosotros, con canciones como ‘Suzanne’ y ‘Bird On a Wire’; atrapó las bravuconadas de los ochenta (‘First We Take Manhattan’) y, tras zambullirse profundamente en el tiempo fuera del tiempo (‘Night Comes On’), Cohen resumió los noventa (‘The Future’). Cuando todos lo habíamos descartado, se adentró en nosotros, desde su cabaña allá arriba, en el Mount Baldy Zen Center, y nos mostró lo que era esencial del siglo XXI también”.
Leonard Cohen, el poeta, “el actor, el agent provocateur, el teólogo laico y el amante cortesano”, como bien lo apunta Iyer, ya no era el mismo. Y al tiempo lo era. Pico Iyer, quien para mi dicha conoce a Cohen mejor que yo, afirma que invariablemente Leonard ha permanecido como siempre ha sido, sólo que ha profundizado una y otra vez en su búsqueda por la verdad; la elusiva verdad. Cohen se ha negado a cambiar. “La luna pasa por fases diferentes –nos muestra un rostro distinto cada noche– pero es siempre la idéntica luna”. Al no crecer con él, las muchas fases por las que Leonard Cohen peregrinó me pasaron desapercibidas.
Y como lo arrumbé en un rincón de mi memoria, se me dificulta todavía entenderlo. Lo dejó todo –como mi compañero del Instituto en Guadalajara– por su maestro de Zen, Joshu Sasaki-roshi, y por lo que de él habría de aprender. Una ilustración a colores en el compacto que muestra a un Leonard Cohen como era en 2002, acaba por convencerme que mi poeta favorito en vida se ha avejentado casi más allá del reconocimiento: sus cabellos lucen ralos y su cara se ve gastada. Y al calce de su dibujo se leen unas palabras mustias a la vez que insondables: “Happy at last”. ¿Feliz por fin, tras abandonar todo lo que fue y que seguramente gozó segundo tras segundo? ¿Cómo interpretarlo? Mientras cavilo en torno a estas cuestiones, escucho la voz enronquecida de un Leonard Cohen maduro, que entona su “Waiting For The Miracle”: a la espera del milagro. ¿Habrá llegado ya para él?
Habla de nuevo Iyer:
“En una ocasión fui a visitar a Cohen en su percha solitaria allá, en la cumbre de la montaña, y lo que recuerdo, incluso más que su presencia melosa y elegante (es el escritor más articulado que yo haya conocido), es su calma: por debajo de sus palabras, mucho más adentro de la figura de negro que rondaba un pino a media noche, cuando estaba por nevar, se encontraba alguien más, extraviado en la meditación”.
El monje budista de 67 en el año 2002 era otro y, al tiempo, era también el poeta rebelde de inicios de los setenta que yo consumí. Pero para ese año su público se había agigantado. Sus baladas se escuchaban como música de fondo en cafés europeos y en las salas de cine alrededor del mundo. Esto lo atestiguó Pico Iyer sobre Leonard Cohen en 2002:
“Tarde por la noche, los monjes Zen de Kyoto devoran su obra, mientras que las mujeres en Islandia sueñan con este gitano escurridizo. En el fondo Cohen nos lleva a un sitio mítico, a un espacio eternamente joven iluminado con diosas y con Dios; allí vemos una figura solitaria que se aleja camino abajo, en enlutadas vestiduras budistas, con la Torá en una mano y la foto de una mujer en la otra. Perdura en nuestra mirada, incluso cuando se desvanece en la oscuridad”.