Hace más de 25 años, según pasaba una temporada de campo en Los Altos de Jalisco (desde Atotonilco hasta San Miguel El Alto) en franco estudio de la rebelión de los cristeros, conocí a personas inolvidables que, ahora lo lamento, dejé de ver por cambiar bruscamente el enfoque de mi tesis de doctorado. Recuerdo en las páginas que siguen al cura J. Jesús González y a don Luis Valle, así como al general cristero Enrique Gorostieta, cuya evocación a todos nos unió, durante meses.
Rescato estas líneas que rememoran al general por varias razones: no la menor que ahora, como personaje de Hollywood, apareciera como el individuo que de él pintó Heriberto Navarrete errónea y maliciosamente: la de un agnóstico que, sobre la marcha, se convirtió al catolicismo. Nada más alejado de la realidad: una realidad que Martha Elena Negrete rescató y plasmó en su tesis de licenciatura en la Universidad Iberoamericana y que ahora pertenece a la ficción oficial de los hechos.
Enrique Gorostieta fue muy querido en Los Altos de Jalisco. Las muchas horas que pasé conversando en la vieja y desvencijada pick-up del cura González, frente a su parroquia, en San Francisco, cerca de Atotonilco, las dedicamos al general: "gorostieta", con minúscula, se convirtió, para nosotros, en idioma común que compartimos cada vez que nos veíamos. Nosotros ya no hablábamos de él, del general: hablabamos él, como lingua franca para rememorar la cristiada y a los cristeros que lo custodiaban el dia fatídico en que cayó emboscado.
El cura Gonzalez conoció a varios cristeros que acompañaban ese día al general, y todos estaban convencidos --hablé con dos de ellos-- que no fue coincidencia que los soldados llegaran a la hacienda del Valle, donde el general se curaba de una infección en los ojos. Nunca dudaron sus acompañantes que su querido líder nato fue traicionado.